02 octubre 2007

Esperando a los bárbaros


Déjà vu: así dicen los amigos de los pedantemas cuando quieren referirse a algo que ya se ha visto, sobre todo en cuestión de obras de arte. Los castizos dicen que "está más visto que el tebeo". El caso es que es esa, justamente, la sensación que me produjo Esperando a los bárbaros, por más que su autor goce de la veneración de los enterados.

Vamos a ver: se trata de un funcionario de un poderoso imperio que adquiere poco a poco la conciencia de que quizá no esté viviendo en el más justo de los mundos. Porque sí, ese imperio se enorgullece, como todos, de ser el summum de la civilización y del progreso, y los que están frente a él, los bárbaros, no serían sino escoria de una forma de vida a abatir.

Pero ese civilizado imperio practica, a los ojos de nuestro prota, unos modos de represión que no dejan de hacerse acreedores al calificativo que da a sus enemigos. La convicción de que quizá estos tengan cosas interesantes que comunicar, desde el punto de vista humano, se afianza en el funcionario a medida que se cuela por una bárbara a quien sus compatriotas (los del funcionario) han dejado mutilada. Y así, hasta el punto de convertirse en un réprobo.

Y todo ello expresado de modo más bien poco sutil, a pesar de la belleza de su discurso, que recuerda con frecuencia (y para mí es elogio) a Vintila Horia.


Nota redactada en junio de 2004. Por cierto, el autor es J. M. Coetzee, a quien habían dado el Nobel el año anterior.