22 diciembre 2007

Bohemia


Me alegra ver que la editorial Alba ha recuperado las Escenas de la vida bohemia de Henri Murger, una de las narraciones más divertidas del XIX, eclipsada por la versión operística de Puccini. De la ramplona edición que tengo en casa extraigo este desengañado discurso:


... Más que de una pasión, somos los esclavos de una costumbre. Esta cautividad es la que hay que romper, o nos agotaremos en una esclavitud vergonzosa y ridícula. Pues bien: el pasado es pasado, y hay que romper los lazos que todavía nos unen con él; ha llegado la hora de ir hacia adelante sin mirar atrás, hemos tenido nuestro tiempo de juventud, de inconsciencia y de paradoja. Todo eso es muy hermoso, se haría con ello una hermosa novela; pero la comedia de las locuras amorosas, el despilfarro de los días perdidos con la prodigalidad de gentes que creen tener la eternidad para gastar, todo eso debe tener un desenlace. Bajo pena de justificar el desprecio que harían de nosotros y de despreciarnos nosotros mismos, no nos es ya posible continuar viviendo al margen de la sociedad, casi al margen de la vida. Porque, en fin, la que llevamos, ¿es una existencia? Y esta independencia, esta libertad de costumbres de que tanto nos vanagloriamos, ¿no son ventajas bien medianas? La verdadera libertad es poder pasarse sin los demás y vivir por sí mismos. ¿Hemos llegado a eso? ¡No! El primer miserable recién llegado, cuyo nombre no qusiéramos llevar ni durante cinco minutos, se venga de nuestras burlas y se convierte en nuestro señor el día en que le tomamos prestado un duro, que nos presta después de habernos hecho gastar cien escudos de astucias o de humillaciones. En cuanto a mí, ya estoy harto. La poesía no existe únicamente en el desorden de la existencia, en las dichas improvisadas, en amores que duran la existencia de una candela, en rebeliones más o menos excéntricas contra los prejuicios, que serán eternamente soberanos del mundo, se derroca más fácilmente una dinastía que una costumbre, aunque sea ridícula. No basta ponerse un gabán de verano en el mes de diciembre para tener talento; se puede ser un poeta o un artista verdadero teniendo los pies calientes y haciendo las tres comidas. Por mucho que se diga y que se haga, si se quiere llegar a algo, siempre es preciso tomar el camino del lugar común. Acaso te sorprende mi discurso, amigo Rodolfo; vas a decirme que rompo mis ídolos, vas a llamarme corrompido, y no obstante, lo que te digo es la expresión de mi sincera voluntad [...] En efecto, ¿qué nos ocurrirá si continuamos este monótono e inútil vagar? Llegaremos a la orilla de nuestros treinta años, desconocidos, aislados, disgustados de todo y de nosotros mismos, llenos de envidia hacia todos los que veamos llegar a un fin, sea el que sea; obligados para vivir a recurrir a los medios vergonzosos del parasitismo, y no creo que sea esto un cuadro de fantasía que invoque expresamente para espantarse. No veo negro el porvenir sistemáticamente, pero no lo veo tampoco del color de rosa: me limito a ver con precisión. Hasta el presente la existencia que hemos llevado nos era impuesta: teníamos la excusa de la necesidad. Hoy no seríamos ya excusables, y si no entramos en la vida común será voluntariamente porque los obstáculos con que hemos tenido que luchar no existen ya...

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