12 junio 2008

Medea


Mi única experiencia con la tragedia griega estaba en Antígona y me pareció una obra excepcional, como sin duda está considerada. Pero esperaba más de Medea y de Eurípides en general. Leyéndola uno tiene la impresión de que ahí están temas profundísimos y eternos, sí, pero que se hubiera podido desarrollar mucho más. Es como contemplar un ánfora, o el Discóbolo de Mirón, comparándolos con Velázquez o con Donatello. Allí está lo fundamental, sí, pero en su estado más primario. Quizá falta ver la actuación de una actriz genial para apreciar la obra en toda su dimensión.

Esto no quita a Eurípides el mérito de haber creado todo un carácter, o mejor dicho, un tipo representativo: la madre y amante despechada por haber sido despojada brutalmente de ambas funciones. O, dicho en términos menos fríos, herida de muerte en su amor maternal y conyugal a la vez. Cualquier mujer puede verse representda por Medea, pues ser esposa y madre es su más acabada realización y su mayor timbre de gloria. En este sentido, Medea es la mejor plasmación de ese sentimiento que llamamos amor-odio. El asunto es complejo, y representa una bofetada en la sensibilidad del espectador, que es lo que justamente buscaba la tragedia, con la famosa catarsis. No hay nada que más pueda amar Medea sino a Jasón y a sus hijos y hete aquí que acaba matando a estos para infligir la más terrible de las torturas a aquel. Todo esto sólo puede comprenderlo quien conozca el corazón femenino. Jasón no lo conocía.

Nota redactada en septiembre del 2000. Recientemente he tenido la oportunidad de ver la versión cinematográfica de Pasolini (1969), que consigue hacer de María Callas una Medea convincente, añadiendo además un intresante matiz: Medea como representante del mundo mítico y bárbaro frente a la emergente racionalidad griega representada por Jasón.

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