22 febrero 2009

Haraposo sudario

La época del Carnaval ha pasado. El carnaval parece que parodiaba en el mundo moderno la costumbre que en el antiguo permitía a los esclavos, en ciertos días del año, jugar a los señores y tomarse con éstos todo género de libertades y aun de licencias. En la Venecia de los tenebrosos Consejos de las palomas y del puente de los Suspiros; en la Roma de los Borgia, en cualquier parte donde el pueblo ha vivido sujeto por una mano de hierro a un poder más o menos tiránico, se comprende esta periódica explosión de libertad y de locura. La política y el amor pedían prestado su traje de Arlequín, y el alegre ruido de los cascabeles del cetro del bufón urdían la trama de su novela sangrienta o sentimental. La aparente rigidez de las costumbres, el aislamiento del hogar, el carácter propio de la época, hacían necesarias estas noches de luna velada por nubes, de rostros ocultos por antifaces, de algazara popular y de misterios, en el Corso y en Rialto.

En este siglo de mítines y de comités, de teatro Real y de temporada de baños; en este siglo de periódicos y de soirées, de Congresos y de Fuente Castellana, de paseos matinales y de conciertos nocturnos, en que durante el año cada cual es tan extravagante como le parece, se viste con el mamarracho que mejor se le antoja y hace en todos sentidos el más libre uso de su autonomía, ¿qué objeto tiene el Carnaval? ¿Qué nos dirá hoy una mujer en el baile, por debajo de la flotante barba de su careta de raso, que no nos lo haya dicho otra ayer en un palco de la Ópera por entre las doradas varillas de su abanico de plumas? ¿A qué no nos atrevemos en el bullicio de la orgía, con la cara tapada, que no nos hayanos atrevido en el silencio del perfumado boudoir con la cara descubierta? Para desenvolverse, para conspirar o para lanzarse, ¿se necesita por ventura alguna idea del discreto antifaz o del misterioso dominó?

La política y el amor han tirado ya los andadores; la revolución y el cancán se pasean de la mano por la plaza y los salones públicos; el Carnaval no tiene razón de ser; y, sin embargo, existe. Como las wills, esas fantásticas apasionadas de la danza, se levantan al filo de la medianoche para bailar en silenciosa ronda en derredor de los sepulcros, el Carnaval sale todos los años de su timba envuelto en su haraposo sudario, hace media docena de piruetas en Capellanes, en el Prado y el Canal, y desaparece. Sus escasos prosélitos se agitan estos días guiados por intereses distintos: para ésos, el Carnaval es una cuestión de toilette, paa aquéllos, una especulación; para los otros, una borrachera con el derecho de pasearla al aire libre...

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

__