04 mayo 2011

Muertes de perro


De perro son las muertes, sí, cuando uno no tiene una razón para morir, ni tiene otra para vivir que el poder. De perro es la muerte que uno le da a otro cuando sólo ve en él un competidor en el trepar hacia el mando. El narrador de esta novela, Pinedo, se arroga la función de cronista veraz de los hechos que condujeron al asesinato del dictador Bocanegra y a la consiguiente turbulencia que reina en el país. Pero pronto nos damos cuenta de que Pinedo no es diferente del resto de actores del drama. De hecho, acaaba matando también y su punto de vista no nos es más fiable que el del delfín Requena o el de otros que aparecen recogidos por el cronista. Esa es la ironía de la novela: la voz narrativa no es más que otra parte interesada y, quizá, tanto o más falaz que las otras.

Decía Ayala que no había que quedarse en la visión superficial de Muertes de perro como una simple novela de dictador, sino que su sentido había que buscarlo en los comportamientos de los personajes. Se ha observado también, con razón, que aquí no aparecen las lacras sociales que serían de rigor en una novela de denuncia, sino que vemos sólo la lucha por el poder de los mandatarios. Y en ese sentido lo que aquí se deja ver, más que un caudillismo al uso en Hispanoamérica, es un homo sovieticus, una especie humana despojada de todo horizonte vital que no sea el de imponerse sobre el otro, perros con inteligencia.

Nota redactada en abril del 2007. Que salga aquí coincidiendo con la muerte de Ben Laden es eso, mera coincidencia.

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