08 septiembre 2011

Abejas de cristal


Hay algo de alucinante en ese cuadro que nos ofrece Jünger, tan apacible en apariencia: el capitán Richard, a la búsqueda de un empleo, en ese jardín donde Zapparoni, industrial de gran poder y fama, le hace esperar no se sabe qué, entre abejas que resultan ser autómatas y orejas cortadas tan reales que podrían pasar por humanas. Es el horror de la técnica que se oculta tras la máscara de la paz y el confort . Las orejas resultan no ser humanas, pero le han hecho dudar a Richard y aquí está lo terrible: la indistinción entre lo humano y lo artificial. Algo semejante sucede con las abejas: autómatas e insectos se hallan mezclados y resulta difícil diferenciarlos si uno no se acerca mucho. Es el fin de un mundo, de una comunidad entre hombre y naturaleza, aplastada por esa herramienta de la Modernidad que es la técnica. Aquí se nos muestra, pues, Jünger de modo nítido como el reaccionario que fue, dicho sea sin el menor ánimo peyorativo: vio cómo ciertos valores podían perecer aplastados bajo la maquinaria de los tiempos nuevos y no encontró el modo de superar ese conflicto, así que se refugió en "la emboscadura". Los autómatas recolectores de miel convivían con otros muy parecidos que podían estallar en las manos (de hecho uno estalla cuando Richard, ya un poco harto, lo golpea con un palo de golf) y uno no puede estar seguro de que el loco fabricante de maniquíes que cortó las orejas a sus criaturas no llegara también a hacer estragos con los humanos.

Nota redactada en septiembre del 2003

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