11 abril 2012

La muerte de una dama


La que se muere es Obdulia Montcada, viuda de Bearn. Y su agonía (que no tiene mucho de tal, pues pocos han pasado este trance con la tranquilidad de este personaje) viene a ser una especie de macguffin de la novela, si he entendido bien lo que significa este terminillo: ese motivo que pone en marcha la trama pero que no constituye lo esencial de ella ni la modifica gran cosa, aunque esté ahí constantemente. En ese sentido, esta novela se parece a la Miss Giacomini de su hermano Miguel, en la cual la llegada de la acróbata desencadena un sinfin de reacciones que nos sirven para revelar la catadura de los personajes, sin que lleguemos a conocer a la Giacomini en cuestión.

Como en esta, en La muerte de una dama hay numerosos flashbacks: es en realidad un contrapunto entre pasado y presente que, como digo, nos va retratando a las personas que forman el entorno de la dama; retratándolos bastante desfavorablemente, por cierto, aunque no se trate de criminales ni de gente de mal vivir. Bueno, para decirlo ya, se trata de la típica sátira de vicios de las clases pudientes, esos vicios que rara vez suelen decir en confesión porque no piensan que los tienen: vanidades, envidias, junto con algún libertinaje cuidadosamente celado. El personaje más original es quizá el de Aina Cohen, la poetisa local, que ejerce de hacedora de versos en plan regionalista reprimiendo quizá algún talento más personal y que nos descubre (a mí, por lo menos) a una curiosa casta como es la de los chuetas, tan desconocida en otros pagos.

Por cierto: el autor es Lorenzo (o Llorenc, vale) Villalonga.

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