20 julio 2012

Anaconda (II)

No obstante, lo que me interesa comentar aquí es otra cosa. La dualidad entre el hombre activo y el contemplativo tiene entre nosotros tanta tradición que tendemos a imaginar al escritor como un ser sedentario, metido entre libros, en claro contraste con el hombre de acción, incapaz de pararse a meditar algo durante más de dos minutos. Sin embargo, los hechos nos obligan a arrinconar tal idea. El "intelectual puro" suele ser buen crítico, investigador, "hombre de letras". Pero los escritores salen de la experiencia, de la actividad. Cuanto más vive uno posee más materia prima para ser vertida en creación artística, pero también para pasar toda esa experiencia por el tamiz de la reflexión, eslabón intermedio del que proceden los mejores productos literarios. Alberto Vázquez-Figueroa ha vivido lo bastante intensamente como para que su propia experiencia se convierta en un apasionante libro de aventuras, y eso es Anaconda, la obra que me sugiere el presente comentario. El título alude al mote con que algunos de sus amigos designaban al autor, y que es de por sí suficientemente expresivo. A media lectura, no pude evitar que me viniera a la cabeza otra figura similar del panorama literario actual, Arturo Pérez-Reverte. Periodistas aventureros ambos, y convertidos después en novelistas. Hay en ellos el mismo entusiasmo por lo inhóspito y por la búsqueda de emociones fuertes. Hay también esa mezcla de repulsión y de complacencia al dar cuenta de las brutaliddes, los horrores, las condiciones adversas de vida que les ha sido dado contemplar, de cerca o de lejos. El mejor contador de historias es, sí, quien antes ha sido vividor de historias. El nombre de Jack London acude inmediatamente, pero ¿no están ahí también Jünger, D´Annunzio, Saint-Exupéry? Steinbeck o Dickens no fueron intelectuales, sino luchadores por la vida. La existencia de un detective quizá no sea tan apasionante como en las novelas, pero le convirtió a Hammett en el excelente escritor que fue. Las figuras de Jorge Manrique y Garcilaso están ahí y nos hacen ociosa la mención de Byron o Rimbaud. Pero, ¿para qué seguir añadiendo nombres, existiendo Cervantes? lo mejor de don Miguel no procede de sus lecturas, sino del contacto directo con la realidad. Pensemos en la distancia que separa a la Galatea o a sus convencionales poemillas clasicistas, hechos todos de letras puras, de las páginas cruciales del Quijote o del Coloquio de los perros, donde laten ilusiones y desengaños.


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