21 julio 2012

Anaconda (y III)

La vida de todos estos hombres, la pusieran o no por escrito, es de por sí una gran novela, siendo sus obras variaciones sobre ella. Así, Tuareg, Manaos, La iguana, Ébano y todas las demás constituyen, en su conjunto, una edición corregida y aumentada de Anaconda. El autor aplica simplemente la lupa a cada una de las regiones que visitó, inventa nombres y ofrece lo que parece simplemente una apasionante ficción, pero en la que bullen las circunstancias reales de la vida en aquellos parajes. De modo inverso, Anaconda es también una concentración de todas sus novelas, como el aleph borgiano en el universo de Vázquez-Figueroa. Se convierte así el libro en un vasto reportaje con dos actores, hombre y naturaleza, alternativamente víctimas y verdugos, ante el ojo de un autor-actor que oscila entre la perplejidad, la admiración, la rabia y la delectación. A veces me pareció una traducción literaria de una de mis películas favoritas, Baraka.

Los comentarios del autor vienen, por otra parte, a situar esta obra en el tema tradicional de "civilización o barbarie". Allá por donde pasa, Vázquez-Figueroa constata los males que la civilización, llevada por el hombre blanco, ha infligido al nativo. E incluso se diría que carga las tintas en este punto, llegando a culpar al europeo de casi todo. Sin negarle la razón en la mayor parte de los casos, hay que recordar al autor que el mito del buen salvaje hace tiempo que se reveló como una mentira, y que la bondad o la maldad no son patrimonio de las razas en su conjunto. Queda muy bien darse golpes colectivos de pecho, sin embargo. Y comprometen menos que los otros, los personales. ¡Qué vamos a hacerle! Es lo único que hace fruncir el ceño en una historia por lo demás subyugante, como lo es el mundo. "El mundo estaba ahí, y había que verlo", concluye el autor, en una invitación seductora.

Agosto 1996

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