25 julio 2012

La isla de las tres naranjas (II)

Deslumbrante, por un lado. Es realmente majestuoso el momento en que la princesa Garidaina, tras matar a la bestia de Montcarrá, se convierte en la heroína Estrella de Oro, con un poder lumínico materializado en esa estrella que le surge en la frente, o aquel otro anterior, con el que culmina la primera parte, en que Roger, velando la Herramienta de Paz, es, digámoslo así, confirmado en su misión por un aura heroica, ante los admirados ojos del poeta Guiamón, el narrador. Y no sólo los grandes momentos, sino incluso las luchas más banales o las diversas peripecias del viaje hasta el Monasterio del Hombre Sabio, son presentadas con una excepcional riqueza de matices sensoriales, en la mejor tradición de la literatura modernista catalana, a la que Fuster parece rendir tributo.

Y otra vertiente de esta vía estética es el realismo, en el sentido de plasticidad. Pocos relatos caballerescos nos dibujan las diversas sensaciones que los personajes experimentan como en la novela de Fuster. Sensaciones táctiles: la niebla que rodea a los protagonistas "como un aliento gélido" (imagen que se repite varias veces), símbolo del poder tenebroso que parece estar a punto de triunfar. Visuales: la claridad lechosa que ilumina un pasadizo del palacio de Montcarrá, dándole un aire espectral. Gustativas: el vino "joven y espeso" que calienta y adormece. Auditivas, como la voz del Hombre Sabio, que era, entre otras cosas, como un laúd mágico, y la misteriosa voz que domina la voluntad del rey Flocart, "ni de hombre ni de mujer, como el eco de un trueno lejano". Olfativas, como el olor a estiércol que desprende el cubil del dragón. O sensaciones de conjunto, como en la descripción del ambiente insano que domina los alrededores del Campo Oscuro, inanimado, plomizo, agobiante.


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