28 julio 2012

Servicio especial (I)

Cada vez aparece más claro que el llamado 23-F fue el último acto de la obra de liquidación del régimen nacido el 18 de julio y su sustitución por otro que se adecuara, en principio, al modelo europeo. Hay que reconocer que esa operación se llevó a cabo de un modo impecable. "Modélica transición", han dicho hasta la náusea desde todos los frentes. Lo fue, sí, pero no desde el punto de vista ético, puesto que esa transición empezó con el asesinato del almirante Carrero (pieza sine qua non) y se vio oscurecida por las continuas acciones de ETA en el Norte, ante la pasividad de unos gobiernos que tenían mucho que callar. Fue impecable en su ejecución: la demolición de las estructuras del anterior régimen y el levantamiento de las nuevas se hizo paso a paso, sin grandes convulsiones, con el protagonismo de hombres de dentro (Suárez, Martín Villa, Oreja, etc.), actuando la oposición como un mero acelerador de los acontecimientos (que habría echado todo a rodar si se hubiera dejado la batuta en sus manos). Legalizados los partidos políticos, aprobada una Constitución, sólo faltaba limpiar las Fuerzas Armadas. Los ruidos de sables no habían cesado desde que todo se puso en marcha, y los amagos de conspiración se sucedían. Si una de esas intentonas llegaba a un punto crucial y fracasaba, eso serviría de vacuna contra el golpismo: los últimos militares descontentos verían que no había nada que hacer, que el nuevo estado de cosas era irreversible. Así sucedió. La enorme manifestación que siguió a la entrega de las armas vino a poner la rúbrica: no había vuelta atrás posible.


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