24 agosto 2012

La realidad virtual de don Quijote (VII)


Como tantos otros españoles de su época, Alonso Quijano se había zambullido en los novelones de caballeros andantes, que proliferaron como hongos a raíz del éxito del Amadís, a pesar de su calidad más que discutible. Estos novelones eran la última degeneración de la materia de Bretaña, el universo caballeresco de Camelot, que tantos entusiasmos ha suscitado siempre. Salvando al propio Amadís y, por supuesto, Tirante el Blanco, ninguno de ellos ha pasado a la gran historia de la literatura. Ya en su tiempo, los moralistas los censuraron y los hombres de letras abominaban de su pésima calidad, a pesar de lo cual se vendieron como los proverbiales chicles. Vamos, como si nos halláramos en el 2005. Ya se ve que no es fenómeno nuevo el que libros clamorosamente malos alcancen ventas de espectáculo. Hoy, sencillamente, se han sustituido los gigantes de cien brazos por intrigas eclesiásticas. Al menos, entonces, estos libracos no se leían en las escuelas. En aquella época no existía el concepto de “fomento de la lectura”; no se buscaba el leer por el leer, sino la adquisición de la sabiduría. Eso que salimos perdiendo.

Pero me estoy yendo por las ramas. El caso es que, como bien vio Martín de Riquer, lo que espantaba a Cervantes no era el espíritu caballeresco, magnánimo, que estos libros exaltaban, sino sus disparates y su pésima calidad. Por eso, seguía replicándole yo a este señor que escribía la carta, no podemos llamar a don Quijote ideólogo a no ser…

A no ser en un sentido muy diferente al que usted dice: en el sentido de que don Quijote se fabrica una realidad a su gusto y a su conveniencia, y a esa realidad inventada lo amolda todo. Eso es un ideólogo (en la acepción peyorativa del término, claro: no tengo nada contra quien desarrolla el pensamiento de un partido o de una asociación): el que, sentado en su despacho, se calienta la cabeza y se fabrica una realidad virtual para tratar de imponerla, no sólo a sí mismo, sino a todo el mundo. El que se sienta en su despacho y decide que hay una parte de la humanidad, los que tienen la nariz chata por ejemplo, que nacen para ser parásitos de los demás, y que la misión del buen gobernante es hacer que esa casta maldita desaparezca de la faz de la tierra. O decide que la historia del mundo se reduce a la lucha de los hombres A por someter a los hombres B, y que todo lo demás que vemos en el mundo no son más que inventos de los hombres A para confundir y alienar a los B. Si todos los demás no lo ven así, si todos los demás ven molinos, peor para todos los demás. No hay un loco que circula en dirección contraria, son todos los demás los que se equivocan de dirección.

Esos son ideólogos. Y existen, como bien sabemos. Y son un fenómeno relativamente nuevo en la historia, por lo menos en la historia del mundo que conocemos. En ese sentido, Cervantes no hace sino profetizarlos. Don Quijote no se esfuerza por adaptarse a la realidad, sino que trata por todos los medios de que la realidad se adapte a su cosmovisión caballeresca. “Bien se ve que no estás versado en esto de la caballería”, le dice a Sancho. Ellos son gigantes, y si no estás dispuesto a enfrentarte a ellos, apártate y mira. Y termina por hacer prosélitos: en la segunda parte, muchos otros entran en su juego. ¿Es bacía o yelmo? Ya saben, don Quijote porfiaba que era el yelmo de Mambrino la bacía que llevaba un barbero puesta en la cabeza para protegerse del sol. “Será baciyelmo”, concluye Sancho, en una magnífica alegoría de lo que más tarde se llamará la equidistancia o el consenso.

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