14 agosto 2014

Cinco panes de cebada


Esta es una historia ejemplar. Sencillota, tópica muchas veces; pero de ese tipo de historias de las que, en realidad, no podemos prescindir. Uno se ve como Daniel ante Natán, que le dice "tú eres ese Javier Arive, ganado por el desencanto, que prefiere despreciar con altanería a los que se obstinan en el error antes que mover un dedo para que ocurra el milagro en el que no crees". Porque ese es el meollo de este relato, que empieza como el típico "menosprecio de corte y alabanza de aldea" en su variante de chica acomodada que casi se muere de disgusto al llegar al pueblo para luego encariñarse con la vida sencilla de sus habitantes. En un momento dado Muriel, maestra novel, descubre que la providencia divina no la ha puesto allí para gastarle una broma pesada. A sus veinte años y con su aspecto frágil no dejará de aportar los cinco panes evangélicos que pueden acabar alimentando a una multitud. "Yo, como los quería tanto, sabía que era así": en el fondo, todos sabemos el secreto. Sin el "tuvo lástima de ellos" tampoco habría habido milagro.

Al final la que siembra empieza a ver el fruto. Ya dije que era una historia ejemplar y sencillota.

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